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lunes, 11 de octubre de 2010

Un cuento de nuestro invitado: RODRIGO CARMONA

Fortunato querido

Tengo cuatro o cinco frases que ya son celebridades en el bar Decó. El azar hace justicia y trae a la memoria y a mi lengua que “el diablo sabe por diablo pero más por su endiablada diablez”. Retruécano exquisito, dirán ustedes y comparto su apreciación. ¿Y qué del neologismo último? Una gema que engarza perfecta en la joya que es la frase entera. Y están en lo cierto y si quieren confirmarlo, pregunten por Fortunato en el bar Decó. Es casi ineludible que antes de cualquier referencia oigan por boca de jarro alguna de estas muletillas que enriquecen el saber popular. Porque si hay algo que tuve en claro desde siempre, fue que mi lugar estaba ahí, con los condenados a la ignorancia, con los apartados del saber académico y diría más, de todo saber. Rincón de bebedores de vinos rancios, cueva para el pasatiempo fatuo de los naipes y el comentario mordaz sobre nimiedades como la política y el fútbol. Jamás me faltaron las ofertas de mis iguales, de los grupos vanguardistas en la diatriba filosófica de nuestro tiempo, pero así como el rocío lleva innata la conciencia del fresco matinal, yo supe que había un sitio que aguardaba mi labor de salvación, mi labor de humilde misántropo. Y elegí el bar Decó, aunque es por sobrada humildad que digo: elegí al bar Decó, ya que fueron ellos, mis compañeros de trasnoche, de cerveza alzada y compartida, quienes tuvieron la preferencia por mí.
En la casi fingida negación de la poesía como afirmación de lo poético, recuerdo que asesoré a uno de los empleados del bar Decó, una noche en que el infortunado sufría el torrencial drama de sus amores y la oprobiosa inestabilidad de portar nuevos cuernos. Se había enterado aquella tarde de la visita asidua que su mujer hacía al fortachón bicicletero de la calle Nueva York, y había decidido, así como así, matarla ni bien cayera sobre el día la noche, y con sus propias manos. Fortunato, a tu juego te llamaron, me dije y le quité al despechado de un plumazo la locura en mente y por supuesto, el sinfín de problemas judiciales futuros. Vacié medio litro de cerveza en el morro de su cornamenta y le aconsejé, al tiempo que me gritaba: idiota y lloraba, la humillación como excelsa figura del castigo a la viperina mujer. Andá, enfrentala. Decile que lo sabés todo y que sos demasiado para ella, le dije. Pero el difamado flaqueó de cuerpo entero y me contestó que así como había pensado en matarla, también quería exigirle pidiera perdón y perdonarla.
Testigo de esto, uno solo: Anselmo Garat, dueño y cantinero del bar Decó. Él repasaba la barra con la franela siguiendo las penas de su empleado y tal vez pensando que en el turbado testuz del ingrato no había mayor remedio ni labor, fue que me dijo: Fortunato, no le rompas las bolas. Más que pedírmelo, me suplicó, y le sirvió a él un vaso de grapa hasta la mitad.
Sabido es que el perdón viene a negar la grandeza del que se humilla y que Fortunato jamás renuncia, si de hacer el bien se trata. Me llevé al susodicho a una mesa aparte y para que no se distanciara de nuestro plan redentor, me propuse azuzarlo un poco, y lo llevé al corriente de lo que ya era un murmullo de voces en el Bar Decó. La bífida Mariel, que así se llamaba la mujer del engañado, no sólo mostraba interés en el reparador de biciclos de la calle Nueva York. También se la había visto en cierta primavera de la mano del intendente caminando por la costa, y una noche de marzo, en exultante bailongo, un morochón de Astilleros, cuando la fiesta del sindicato, la llevaba al ritmo del son con una mano en el culo, y me permití decir culo, para mayor dramatismo. Algo se decía también del vigilante de la cuadra, demasiada gomina y bigote recto para ser buena gente, y del más grande de los hijos de la vieja Lucha y de un rubiecito que venía desde La Plata en un Ford nuevo para visitarla a Mariel. Y la lista seguía pero el desdichado me pidió que le diera un descanso. Lo miró a Anselmo Garat buscando quizá la desmitificación de la mala calaña, y el otro le hizo un gesto que ya no dejaba dudas y lo derrumbó. Al día siguiente, el joven mesero amaneció flotando en la costa. En el bolsillo, una carta resumía en sus toscas palabras, el espíritu de mi consejo: Mariel: sos una hija de puta. Y eran esas palabras y su cuerpo a la deriva la imagen quizá exacerbada del humillado y fiel vencedor.
Esta anécdota ya es fama y casi que me da calor repetirla como anexo documental de por qué, cuando entro al bar Decó, a diestra y siniestra se sume en silencio. Si estuviéramos en oriente no flaquearía la metáfora del ruido del gong. Los mazos de cartas se detienen en la mesa y ya nadie puede seguir la pelea de box que transmite en directo el televisor que puso el viejo Garat en una esquina. Porque es Fortunato el que se anuncia en el chirrido de los goznes de la puerta cancel.
Hacen falta muchos kilómetros bajo la suela para transitar esa alfombra roja de admiración y respeto. Hay que saber andarse con humildad, saber el punto perfecto en que los músculos de la cara se relajan como diciendo muchachos, por favor, sigan. Y el bar Decó retoma el ritmo de la baraja y el trago, de la tos y el repetido cigarro.
Si me acerco a una mesa los muchachos se levantan para que entonces pueda estar más cómodo. Fíjense qué aguda debe ser mi presencia que de algún modo se consideran indignos de compartir una mesa conmigo. Y entonces no basta que les pida que por favor se sienten, sino que para satisfacerlos de mi encuentro, tengo que levantarme y supervisar de cerca lo que se van a conversar a otro lado, porque la timidez les impide pedirme, lisa y llanamente, el consejo que de algún modo esperan de mí.
El caso es que esta noche, Fortunato querido, ni que una carambola a tres bandas. Si lo hubiese planeado me quedaba corto. Redonda redonda, dejé una de esas enseñanzas que no se dan todos los días. Visto de afuera había una cosa como de David y Goliat. El enano Migré se me había plantado de manos, con la camisa afuera y bastante más borracho de lo que nunca lo había visto al enano Migré. Y para colmo, el pobre enano, se había perfilado con la guardia de un zurdo, cuando todos sabemos que la guardia del zurdo nació condenada a perder.
Esa noche, debo reconocer, quizá también yo estaba bebido de más. Venía boyando de mesa en mesa, procurando repartirme en proporciones iguales y evitar los recelos que comúnmente aparecen cuando me entretengo demasiado con alguno de los muchachos. Llegué a la barra y pedí otro vermut. A mi derecha el Negro Melián, a mi izquierda Juanito Lafinur. El Negro Melián le decía a Lafinur que la mano estaba jodida, y Lafinur decía que sí, que la mano estaba jodida. Entonces Melián decía que ya nadie te tiraba una soga, y Lafinur decía que no, que ya nadie te tiraba una soga. No hay derecho, decía Melián. Qué va a haber, decía Lafinur. Y la diatriba seguía entre el reproche y la queja, el llanto de un tango como a medio hacer, así que me llamé a la acción. Les dije, muchachos, el secreto está en dar, cuando uno da, siempre algo vuelve y la mayoría de las veces, vuelve con más. Melián le dijo a Lafinur: vamos. Lafinur, simplemente, dijo: rajemos, y no tuve otra chance que comenzar a hablar para retenerlos.
¿Por qué creen sino que la panadera me mostró los pechos?, les pregunté. Y reconozco que hice la pregunta demasiado fuerte, porque el bar Decó se llamó a silencio, interesado como siempre en lo que tenía para decir. Y entonces les dije que esa misma tarde había pasado por la panadería a comprar unos bizcochos para el mate, y que ahí estaba Lucía, la panadera, quejándose también de las mismas cosas que Melián y Lafinur, de la malaria de estos meses, de la suba de precios, de que habían cortado el fiado y demás. Entonces le dije, Lucía, tome, y le di cien pesos. Esto es la pura verdad y tan verdad como que Lucía no quiso tomarlos, y que yo le insistí y que ella agradeció y me prometió devolvérmelos en cuanto pudiera. Y yo le dije que por qué, mejor, no me regalaba una sonrisa. Y ella se sonrió, y es la pura verdad que se sonrío y me dijo que iba a devolvérmelos en cuanto pudiera. Pero yo, conociéndolos a los bestias del bar Decó, a la bestia de Melián, a la rata de Lafinur, no podía confiarles el sincero juramento que había en esa sonrisa de Lucía. Así fue que les dije que la panadera me aceptó los cien pesos y que se abrió la blusa, como quien abre una flor y que ahí refulgieron ante mí, esos pechos que son fama en bar Decó y en todo Berisso, la envidiable perfección de la naturaleza.
Qué decís, pelotudo, oí que alguien injuriaba a mis espaldas. Y en lugar de amilanarme, para mí fue un síntoma de la buena atención que había generado mi historia en el bar Decó. Y entonces dije que no solamente fui privilegiado testigo de las dotes esculturales de Venus, sino que además le eché mano, como nadie nunca jamás le echó mano, y esto, dije, no es opinión que surja de mí, sino de las propias palabras de la panadera Lucía que se había soltado el cabello para decirme que nunca nadie jamás la había tocado de esa manera. Entonces fue que me palmearon el hombro y ahí nació la escena de David y Goliat.
¿Cómo iba a saber yo que la panadera era la esposa del enano Migré? Venus con ese enano despreciable, que se tambaleaba ahora invitándome a la pelea y para colmo de sus males, perfilado como un zurdo. Porque aquí en el bar Decó todos miran boxeo pero pocos, yo diría que muy pocos, conocen tanto del arte púgil y de la arquitectura del cuadrilátero como yo. Así que no rehusé el convide del diminuto esperpento, y alcé los puños, como es debido, para la defensa y ataque en el box.
Lo que resta es breve, al menos en mi recuerdo. Muchos creerán que fue un descuido, otros harán sus apuestas a favor de las virtudes boxísticas del enano Migré. A los hechos me remito: al primer golpe lo ví venir, a los siguientes, los presumo, porque amanecí en una cama de terapia intermedia en el Hospital Zonal. Sé que cometo un pecado terrible si cuento los secretos ocultos en esta pelea desigual. Pero alguien debe hacerlo, y la verdad, la pura y recta verdad, es que lo dejé hacer al enano Migré, la verdad es que pudo más mi misión asignada a esta tierra, mi estrella puesta al servicio del bar Decó. Imagínense ustedes, en ese antro de la barbarie y la chabacanería, la recreación de la imagen bíblica de David y Goliat.

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